Carl Schmitt: La teoría política del mito (1923)
domingo, 21 de julio de 2013
Documento:
CARL SCHMITT
LA TEORIA POLÍTICA DEL MITO (1923)
(Traducido de la versión francesa de Denis Trierweiler)
Yves Charles Zarka. Carl Schmitt o el mito de lo político, ed. Nueva Visión, Buenos Aires, pp. 141-153.
CARL SCHMITT
LA TEORIA POLÍTICA DEL MITO (1923)
(Traducido de la versión francesa de Denis Trierweiler)
Yves Charles Zarka. Carl Schmitt o el mito de lo político, ed. Nueva Visión, Buenos Aires, pp. 141-153.
Puede
repetirse aquí que nuestras consideraciones se interesan por el
fundamento ideal de las tendencias políticas y de filosofía del Estado,
con el fin de reconocer la situación del parlamentarismo actual en la
historia del pensamiento y la fuerza de la idea parlamentaria. Si bien
subsiste aún, en la dictadura del proletariado marxista, la posibilidad
de una dictadura racional, no sucede lo mismo con las doctrinas de
acción directa, que se basan todas, más o menos conscientemente, en una
filosofía de la irracionalidad. En la realidad, tal como se ha
manifestado bajo la dominación bolchevique, se observó que, en la vida
política, muy diversas corrientes y tendencias podían actuar a la vez.
Aunque, por razones políticas, el gobierno bolchevique haya oprimido a
los anarquistas, la complejidad en la que efectivamente se mueve la
argumentación bolchevique contiene rasgos de pensamiento expresamente
anarcosindicalistas, y el hecho de que los bolcheviques utilizan su
poder político para erradicar el anarquismo niega tan poco su afinidad,
en términos de historia del pensamiento, como la opresión de los Levellers
por parte de Cromwell suprime la relación que tiene con ellos. Es
posible que, si el marxismo apareció justamente de modo tan desenfrenado
en suelo ruso, sea porque allí, el pensamiento proletario estaba
definitivamente desolidarizado de todos los lazos tradicionales con
Europa occidental, y de todas las concepciones morales y educativas (Bildung)
en las que Marx y Engels vivían todavía con toda naturalidad. La teoría
de la dictadura del proletariado, tal como es hoy en día oficial, sería
ciertamente un ejemplo claro de la manera en que un racionalismo
consciente del desarrollo histórico progresa hacia la aplicación de la
violencia; también se pueden encontrar innumerables paralelos en la
manera de pensar, en la argumentación, en la puesta en práctica
organizativa y administrativa de la dictadura jacobina de 1793; y el
conjunto de la organización de enseñanza y de formación que ha creado
el gobierno soviético en el llamado «culto del proletariado» es un caso
magnífico de una dictadura educativa radical. Pero eso no explica aún
por qué es justamente en suelo ruso donde las ideas del proletariado
industrial de las grandes ciudades modernas pudieron lograr tal
dominación. La razón es que operaron conjuntamente temas nuevos,
irracionalistas, de la aplicación de la violencia. No fue el
racionalismo convertido en su opuesto por una exageración extrema,
fantaseando utopías, sino una nueva evaluación del pensamiento racional
en general, una nueva fe en el instinto y la intuición, que elimina
toda creencia en el debate, y que también rechazaría hacer madura a la
sociedad para el debate a través de una dictadura educativa.
Entre
los escritos de la teoría de una acción directa. Alemania no conoció, a
decir verdad, más que el «Método revolucionario» de Enrico Ferri,
gracias a la traducción de Robert Michels (en la colección grumbergiana
de las obras mayores del socialismo). La exposición siguiente se basa en
«Reflexiones sobre la violencia» de Georges Sorel,[1] que permiten
situar mejor el contexto en la historia del pensamiento. Ese libro
presenta además la ventaja de contener numerosos puntos de vista
históricos y filosóficos originales, y reconoce abiertamente su deuda
con sus ancestros espirituales: Proudhon, Bakunín y Bergson. Su
influencia es considerablemente más grande de lo que podría reconocerse a
primera vista, y seguramente, todavía no ha desaparecido. En efecto,
Benedetto Croce pensaba de Sorel que había dado una nueva forma al sueño
marxista, pero que, en los obreros, el pensamiento democrático había
vencido definitivamente. Luego de los sucesos en Rusia y en Italia, ya
no se podrá considerar eso como tan definitivo. El fundamento de esas
reflexiones sobre la violencia es una teoría de la vida concreta
inmediata, tomada de Bergson y trasladada por la influencia de dos
anarquistas, Proudhon y Bakunin, a los problemas de la vida social.
Para
estos últimos, el anarquismo significa un combate contra toda especie
de unidad sistemática, contra toda la uniformidad centralizada del
Estado moderno, contra los políticos parlamentarios profesionales,
contra la burocracia, el ejército y la policía, contra la creencia en
Dios experimentada como centralismo metafísico. La analogía entre las
dos representaciones, de Dios y del Estado, se impuso a Proudhon por
influencia de la filosofía de la Restauración. Le dio un giro
revolucionario, antiestatal y antiteológico, al que Bakunin llevó hasta
su últimas consecuencias.[2] En todo sistema abarcador, la
individualidad concreta, la realidad social de la vida, son violentadas.
El fanatismo unitario del Iluminismo no es menos despótico que la
unidad y la identidad de la democracia moderna. La unidad es esclavismo:
todas las instituciones tiránicas se basan en el centralismo y la
autoridad, ya sea que estén sancionadas -como en la democracia
moderna-por el derecho de voto generalizado o no.[3] Bakunin confiere a
ese combate contra Dios y el Estado el carácter de un combate contra el
intelectualismo y contra la forma tradicional de la cultura (Bildung)
en general. Con justo derecho, ve en el llamado a la inteligencia una
pretensión a ser el jefe, la cabeza, el cerebro de un movimiento, es
decir, otra vez, una nueva autoridad. Tampoco la ciencia tiene derecho a
gobernar. Esta no es la vida, no crea nada, construye y conserva, pero
sólo comprende lo general, lo abstracto, y sacrifica la plenitud
individual de la vida en el altar de su abstracción. El arte es más
importante para la vida de la humanidad que la ciencia.
Sorprendentemente, tales declaraciones de Bakunin están de acuerdo con
los pensamientos de Bergson, que con buen criterio fueron colocados al
comienzo.[4] A partir de la vida inmediata, inmanente, de los propios
obreros (Arbeiterschaft), se reconoció la importancia
de los sindicatos y de sus medios de combate específicos, en particular
la huelga. Así es como Proudhon y Bakunin se volvieron lo padres del
sindicalismo. Los pensamientos de Sorel nacieron de esta tradición,
sostenida por argumentos que Bakunin tomó de la filosofía de Bergson. En
su punto central se erige la teoría del mito. Esta significa la
oposición más poderosa al racionalismo absoluto y a su dictadura, pero
también, por ser una doctrina de la decisión activa inmediata, al
racionalismo relativo de todo el conjunto que rodea a representaciones
tales como la balanza, el debate público y el parlamentarismo.
La
fuerza para la acción y para un gran heroísmo, toda gran actividad
histórica, reside en la capacidad del mito. Ejemplos de tales mitos son,
para Sorel: la representación de la gloria y de un gran nombre entre
los griegos, o bien la espera del juicio final en el antiguo
cristianismo, la creencia en la «virtud» y en la libertad revolucionaria
durante la gran Revolución francesa, el entusiasmo nacional de las
guerras de liberación alemanas de 1813. En la fuerza por el mito se
encuentra el criterio que decide si un pueblo u otro grupo social tiene
una misión histórica, y su momento histórico ha llegado. De la
profundidad de los instintos vitales auténticos, y no de un razonamiento
o de una reflexión sobre los fines, es que brotan el gran entusiasmo,
la gran decisión moral y el gran mito. En la intuición inmediata es
donde una masa entusiasmada crea la imagen mítica que impulsa su energía
sin reparar en obstáculos, y le da tanto la fuerza para el martirio
como el coraje para el empleo de la violencia. Únicamente así, un pueblo
o una clase se convierte en motor de la historia universal. Allí donde
eso falta, no puede haber ningún poder social o político, ni aparato
mecánico que pueda formar un dique cuando se libera una nueva corriente.
A partir de esto, todo depende del hecho de saber dónde viven hoy
realmente esa capacidad para el mito y esa fuerza vital. No las
encontraremos seguramente en la burguesía moderna, esa capa social
pervertida por la angustia del dinero y de la posesión, moralmente
deteriorada por el escepticismo, el relativismo y el parlamentarismo. La
forma de dominación de esa clase, la democracia moderna, no es más que
una «plutocracia demagógica». Por lo tanto, ¿quién es hoy el portador
del gran mito? Sorel trata de demostrar que únicamente las masas
localistas del proletariado industrial tienen todavía un mito en el cual
creen, y es en la huelga general. Lo que la huelga general significa
hoy, realmente, es mucho menos importante que la creencia en ella que
liga al proletariado, los hechos y sacrificios a los cuales ella lo
impulsa, y su capacidad para producir una nueva moral. Por esa razón, la
creencia en la huelga general y en una terrible catástrofe -que ella
engendraría- en el conjunto de la vida social y económica pertenece a la
vida del comunismo. Nace a partir de las propias masas, de la
inmediatez de la vida del proletariado industrial, no como una invención
de intelectuales y literatos, no como una utopía; pues, para Sorel, la
utopía es un producto del pensamiento racional y busca dominar la vida
desde afuera, según un esquema mecánico.
Desde el punto de
vista de esa filosofía, el ideal burgués del acuerdo pacífico, en el
cual todos encuentran su ventaja y donde cada uno hace un buen negocio,
no es más que un aborto de un intelectualismo cobarde; la negociación
deliberante, transigente, parlamentaria, aparece como una traición al
mito y al gran entusiasmo del que depende todo. A la imagen mercantil de
la balanza se opone otra: la concepción guerrera de una batalla
decisiva sangrienta, definitiva, aniquiladora. Contra el
constitucionalismo parlamentario, esa imagen apareció por ambos lados en
1848: del lado del orden tradicional en el sentido conservador,
representado por un español católico, Donoso Cortés, y del lado del
anarcosindicalismo, con Proudhon. Ambos exigen una decisión. Todos los
pensamientos del español se mueven en torno a «la gran contienda», de
la aterradora catástrofe venidera, y que sólo puede ser ignorada por la
cobardía metafísica de un liberalismo debatidor; y Proudhon -para quien
el pensamiento del texto La guerra y la paz es característico
al respecto- habla de la batalla napoleónica que aniquila al adversario:
la «Batalla napoleónica». Según Proudhon, todas las violencias y
violaciones del derecho, que forman parte de la lucha sangrienta,
reciben su sanción histórica. En lugar de las oposiciones relativas,
accesibles a una negociación parlamentaria, aparecen ahora antítesis
absolutas. «Se acerca el día de negociaciones radicales y afirmaciones
soberanas»; ningún debate parlamentario podrá retenerlo; el pueblo,
impulsado por sus instintos, pulverizará la carne de los Bildung) burguesa de Europa
occidental, mientras que el pobre Proudhon que él sermoneaba poseía en
todo caso el instinto de la vida real de las masas trabajadoras. A ojos
de Donoso, el anarquista socialista era un demonio maligno, un diablo, y
para Proudhon, el católico es un Gran Inquisidor del que trata de
reírse. En la actualidad, es fácil reconocer que aquí los adversarios
auténticos eran estos dos, y todo el resto, «semiporciones» provisorias.
sofistas[5] -una de las tantas declaraciones de Donoso, que podrían ser de Sorel palabra por palabra, excepto que el anarquista se mantiene de parte de los instintos del pueblo-. Para Donoso, el socialismo radical es algo más extraordinario que el liberalismo transigente, porque remonta a los problemas determinantes y da una respuesta decisiva a cuestiones radicales, porque tiene una teología. Aquí es precisamente Proudhon el adversario, no porque era el socialista más nombrado en 1848, contra quien Montalembert había pronunciado un discurso parlamentario famoso, sino porque defendía un principio radical. El gran español se desesperaba ante la estúpida inconciencia de los legitimistas y la inteligencia cobarde de la burguesía. Solamente en el socialismo veía aún lo que él llamaba «el instinto», de donde sacó la conclusión de que, a la larga, todos los partidos trabajan para él. De ese modo, las oposiciones toman nuevamente dimensiones espirituales, y a menudo, una tensión casi escatológica. A diferencia de la tensión dialécticamente construida por el marxismo hegeliano, aquí se trata de violencia inmediata, intuitiva, y de imágenes míticas. De lo alto de su formación hegeliana, Marx podía tratar a Proudhon de diletante filosófico, y demostrarle hasta qué punto este había comprendido mal a Hegel. Hoy en día, un socialista radical podría mostrarle a Marx, con ayuda de una filosofía moderna, que para el caso, él no fue más que un maestro de escuela, y que estaba todavía impregnado en la sobreestima intelectualista de la cultura (Sorel toma nuevamente en serio todas las concepciones guerreras y heroicas ligadas al combate y a la batalla. Estas son los grandes impulsos de toda vida intensa. El proletariado debe tomarse la lucha de clases en serio, como un verdadero combate, no como un slogan para los discursos parlamentarios y para la agitación electoral democrática. La comprende a partir de un instinto vital, no construyéndola científicamente, .sino creando un gran mito que le da el coraje para la batalla decisiva. Por eso es que, para el socialismo y su concepción de la lucha de clases, no hay mayor peligro que los políticos profesionales y la participación en el comercio parlamentario, que extingue el gran entusiasmo a fuerza de chácharas e intrigas, y mata toda intuición e instinto verdaderos, de los que surge la decisión moral. Lo que hace al valor de la vida humana no proviene de un razonamiento; el estado de guerra es el que lo engendra en los hombres quienes, animados por grandes imágenes míticas, toman parte en la lucha. Eso depende «de un estado de guerra del cual los hombres aceptan participar y que se traduce en mitos precisos» (Reflexiones, pág. 319). El entusiasmo guerrero, revolucionario, y la expectativa de catástrofes aterradoras forman parte de la intensidad de la vida y mueven la Historia. Pero la fogosidad debe provenir de las propias masas; ideólogos e intelectuales no pueden inventarla. Así es como nacieron las guerras revolucionarias de 1792; así es la época que Sorel celebra, con Renan, como la más grande epopeya del siglo xix-es decir, las guerras de liberación alemanas de 1813. El lugar de donde brota todo el heroísmo está en la energía vital irracional de una masa anónima.
sofistas[5] -una de las tantas declaraciones de Donoso, que podrían ser de Sorel palabra por palabra, excepto que el anarquista se mantiene de parte de los instintos del pueblo-. Para Donoso, el socialismo radical es algo más extraordinario que el liberalismo transigente, porque remonta a los problemas determinantes y da una respuesta decisiva a cuestiones radicales, porque tiene una teología. Aquí es precisamente Proudhon el adversario, no porque era el socialista más nombrado en 1848, contra quien Montalembert había pronunciado un discurso parlamentario famoso, sino porque defendía un principio radical. El gran español se desesperaba ante la estúpida inconciencia de los legitimistas y la inteligencia cobarde de la burguesía. Solamente en el socialismo veía aún lo que él llamaba «el instinto», de donde sacó la conclusión de que, a la larga, todos los partidos trabajan para él. De ese modo, las oposiciones toman nuevamente dimensiones espirituales, y a menudo, una tensión casi escatológica. A diferencia de la tensión dialécticamente construida por el marxismo hegeliano, aquí se trata de violencia inmediata, intuitiva, y de imágenes míticas. De lo alto de su formación hegeliana, Marx podía tratar a Proudhon de diletante filosófico, y demostrarle hasta qué punto este había comprendido mal a Hegel. Hoy en día, un socialista radical podría mostrarle a Marx, con ayuda de una filosofía moderna, que para el caso, él no fue más que un maestro de escuela, y que estaba todavía impregnado en la sobreestima intelectualista de la cultura (Sorel toma nuevamente en serio todas las concepciones guerreras y heroicas ligadas al combate y a la batalla. Estas son los grandes impulsos de toda vida intensa. El proletariado debe tomarse la lucha de clases en serio, como un verdadero combate, no como un slogan para los discursos parlamentarios y para la agitación electoral democrática. La comprende a partir de un instinto vital, no construyéndola científicamente, .sino creando un gran mito que le da el coraje para la batalla decisiva. Por eso es que, para el socialismo y su concepción de la lucha de clases, no hay mayor peligro que los políticos profesionales y la participación en el comercio parlamentario, que extingue el gran entusiasmo a fuerza de chácharas e intrigas, y mata toda intuición e instinto verdaderos, de los que surge la decisión moral. Lo que hace al valor de la vida humana no proviene de un razonamiento; el estado de guerra es el que lo engendra en los hombres quienes, animados por grandes imágenes míticas, toman parte en la lucha. Eso depende «de un estado de guerra del cual los hombres aceptan participar y que se traduce en mitos precisos» (Reflexiones, pág. 319). El entusiasmo guerrero, revolucionario, y la expectativa de catástrofes aterradoras forman parte de la intensidad de la vida y mueven la Historia. Pero la fogosidad debe provenir de las propias masas; ideólogos e intelectuales no pueden inventarla. Así es como nacieron las guerras revolucionarias de 1792; así es la época que Sorel celebra, con Renan, como la más grande epopeya del siglo xix-es decir, las guerras de liberación alemanas de 1813. El lugar de donde brota todo el heroísmo está en la energía vital irracional de una masa anónima.
Toda
interpretación racionalista falsearía la inmediatez de la vida. El mito
no es, repetimos, una utopía: pues esta, producida por un pensamiento
racional, conduce a lo sumo a reformas; no se debe confundir el impulso
guerrero con un militarismo; y, ante todo, la utilización de la
violencia de esta filosofía de la irracionalidad pretende ser diferente
de una dictadura. Como Proudhon. Sorel odia todo intelectualismo, toda
centralización, toda uniformidad y, sin embargo, también exige como él
la disciplina moral más estricta. La gran batalla no será la obra de una
estrategia científica, sino una «acumulación de actos heroicos» y la
liberación de la» fuerza individualista en las masas sublevadas» (Reflexiones,
pág. 376). En consecuencia, la violencia creadora, tal como brota de la
espontaneidad de las masas entusiasmadas, es diferente a la dictadura.
Según Sorel, el racionalismo y todos los monismos que lo continúan,
centralización y uniformidad, como la ilusión burguesa del gran hombre,
pertenecen a la dictadura. Su resultado práctico es la sumisión
sistemática, el terror a los aires de justicia, y un aparato mecánico.
La dictadura no es más que una máquina militar-burocrático-policíaca
nacida del pensamiento racionalista. Por el contrario, la utilización
revolucionaria de la violencia por las masas brota de la vida inmediata,
a menudo de modo salvaje y bárbaro, pero nunca sistemáticamente cruel e
inhumana.
«Dictadura del proletariado» significa también
para Sorel, como para cualquiera que ve el contexto de la historia del
pensamiento, una repetición de 1793. Si el revisionista Bernstein opinó
que esa dictadura sería sin duda de oradores de clubes y de literatos,
es porque pensaba justamente en la imitación de 1793, y Sorel le
responde (Reflexiones, pág. 251): la concepción de una
dictadura del proletariado es una herencia del Antiguo Régimen. En
consecuencia, como lo hicieron los jacobinos, habría que instalar un
nuevo aparato burocrático y militar en lugar del anterior. Sería una
nueva dominación de intelectuales e ideólogos, pero no una libertad
proletaria. También Engels, que dijo que con la dictadura del
proletariado las cosas serían como en 1793, es para Sorel un
racionalista típico.[6] Pero eso no implica que las cosas deberían
suceder de manera revisionista pacífica y parlamentaria en la
revolución proletaria, sino que, en lugar del poder mecánicamente
concentrado del Estado burgués, se impone la violencia creadora
proletaria, en lugar de la «fuerza», la «violencia». Esta es sólo un
acto guerrero, no una medida formada jurídica o administrativamente.
Marx no conocía todavía esta distinción, porque aún vivía en las
representaciones políticas tradicionales. Los sindicatos proletarios, no
políticos, y la huelga general proletaria son métodos de combate
específicamente nuevos que vuelven completamente imposible una
repetición de los antiguos medios políticos y militares. Por eso es que
hay un sólo peligro para el proletariado: que se deje desposeer de sus
medios de combate por la democracia parlamentaria, y que de ese modo, se
paralice (Reflexiones, pág. 268).
Si se permite
responder con argumentos a una teoría tan decididamente
irracionalista,[7] será forzoso señalar algunas discordancias. No
errores en el sentido de una lógica abstracta, sino contradicciones
inorgánicas En primer lugar, Sorel intenta conservar la base puramente
económica del punto de vista proletario y, a pesar de ciertas
objeciones, siempre parte de Marx. Tiene la esperanza de que el
proletariado creará una moral de productores económicos. La lucha de
clases es una lucha que se desarrolla sobre una base económica con
medios económicos. En el capítulo anterior, se demuestra que Marx siguió
los pasos, por una necesidad sistemática y lógica, de su adversario el
burgués en el campo económico. Aquí, pues, es el enemigo quien ha
determinado el terreno sobre el cual se combate, y también las armas, es
decir, la estructura de la argumentación. Si se sigue al burgués en el
ámbito económico, también habrá que seguirlo en democracia y en
parlamentarismo. Fuera de eso, no será posible, al menos por un tiempo,
moverse en el campo económico sin el racionalismo económico-técnico de
la economía burguesa. El mecanismo de la producción creada por la era
capitalista lleva en él una legalidad racionalista. Ciertamente, se
podrá extraer de un mito el coraje de reducir ese mecanismo a la nada;
pero si debe ser llevado más lejos, si la producción debe continuar
aumentando, lo que, por supuesto, Sorel también quiere, entonces, el
proletariado deberá renunciar a su mito. Al igual que la burguesía, se
precipitará en una ausencia de mito racionalista y mecánico por el poder
supremo del mecanismo de producción. Aquí, Marx había sido más
consecuente, incluso en el sentido vital, pues era más racionalista.
Pero, desde el punto de vista de lo irracional, era una traición querer
ser aún más económico y racionalista que la burguesía. Bakunin sintió
eso con toda justicia. La formación y el modo de pensamiento de Marx
permanecían aún en la tradición, lo que significaba entonces, en el
burgués, de modo que se volvió espiritualmente dependiente de su
adversario. No por eso dejó de realizar un trabajo indispensable para el
mito en el sentido de Sorel, precisamente por su construcción del
burgués.
La gran importancia psicológica e histórica de la
teoría de los mitos no puede ser negada. La construcción del burgués,
realizada con los medios de la dialéctica hegeliana, también sirvió para
crear una imagen de un enemigo contra el cual pudieron acumularse todos
los afectos de odio y desprecio. Creo que la historia de esa imagen del
burgués es tan importante como la historia del propio burgués. Una
figura burlona (Spottfigur) creada primero por
aristócratas y luego retomada y desarrollada en el siglo xix por
artistas y poetas. Desde que la influencia de Stendhal crece, todos lo
literatos desprecian al burgués, aunque vivan de él o se conviertan en
objetos favoritos de la lectura de un público burgués, como Murger con
su Búheme. Más importante que esas caricaturas es el odio de genios
excluidos de la sociedad, como Baudelaire, que no cesa de dar nueva vida
a la imagen. Esa figura creada en Francia por autores franceses sobre
el burgués francés es colocada por Marx y Engels en la dimensión de una
construcción de historia universal. Le confieren la significación del
representante último de una humanidad dividida en clases, del enemigo
absoluto de la humanidad, del peor odium generis humanis. De
esa manera, la imagen fue infinitamente ampliada y transportada al Este
con un magnífico trasfondo en términos de historia universal, pero
también con un fondo metafísico. Ella pudo entonces dar una nueva vida
al odio ruso por la complejidad, artificialidad e intelectualismo de la
civilización del oeste europeo, y recibir de ese odio una vida
nueva. En suelo ruso se unificaron todas las energías que habían creado
esa imagen. Ambos. el ruso y el proletario, veían ahora en el burgués la
encarnación de todo lo que buscaba someter, como un mecanismo
amenazador, su modo de vida.
La imagen había migrado del
Oeste hacia el Este. Pero allí, se la apropió un mito que ya no se nutre
únicamente de puros intereses de clase, .sino que contiene además
poderosos elementos nacionales. En 1919, en la última edición de sus Reflexiones sobre la violencia,
Sorel agregó una especie de apología de Lenin. Lo llama el más grande
teórico que el socialismo haya tenido después de Marx y. como hombre de
Estado. lo compara con Pedro el Grande, salvo que, en nuestros tiempos,
Rusia ya no se asimila con un intelectualismo europeo-occidental, sino
que por el contrario, la utilización proletaria de la violencia ha
logrado al menos algo: que Rusia nuevamente sea rusa, que Moscú sea
capital otra vez, y que la clase dirigente rusa, europeizada, que
desprecia su propio país, haya sido aniquilada. La utilización
proletaria de la violencia ha devuelto la Rusia moscovita. En boca de un
marxista internacional, ese es un extraño elogio, pues muestra que la
energía de lo nacional es más grande que la del mito de la lucha de
clases. Del mismo modo, los otros ejemplos de mito que Sorel evoca
demuestran, en la medida en que pertenecen a una época reciente, la
superioridad de lo nacional. Las guerras revolucionarias del pueblo
francés y las guerras de liberación española y alemana contra Napoleón
son los síntomas de una energía nacional. En el sentimiento nacional de
los diversos pueblos, operan elementos diferentes y de maneras muy
diversificadas: las representaciones más bien naturales de raza y
origen, un «terrismo» aparentemente más típico de las tribus
celtorromanas; y la lengua, la tradición, la conciencia de una cultura y
de una formación (Bildung) comunes, la conciencia de un
destino común, una sensibilidad ante el ser-diferente en sí -todo esto
se mueve actualmente más en el sentido de oposiciones nacionales que de
clases-. Ambas pueden ligarse, y se puede citar como ejemplo la amistad
entre el mártir de la nueva conciencia nacional irlandesa, Padraic
Pearse, y el sindicalista irlandés Connolly, quienes murieron víctimas
del levantamiento de Dublín de 1916. Un adversario ideal común puede
también generar un acuerdo significativo; es así como el rechazo a la
francmasonería por el fascismo se une al odio de los bolcheviques por
«la traición más alevosa a la clase obrera de parte de una burguesía
radicalizada».[8] Pero cuando se ha llegado a una oposición declarada
entre los dos mitos, siempre, hasta hoy en día, el mito nacional es el
que ha triunfado. El fascismo italiano proyectó una imagen aterradora de
su enemigo comunista: el rostro mongol del bolchevismo. Una imagen que
ha demostrado ser más influyente que la imagen socialista del burgués.
No existe hasta entonces más que un solo ejemplo en el cual, en
referencia constante al mito, la democracia y el parlamentarismo hayan
sido dejados de lado con desprecio, y fue un ejemplo de la fuerza
irracional del mito nacional. En su célebre discurso de octubre de 1922,
en Nápoles, antes de la marcha sobre Roma, Mussolini declaró: «Hemos
creado un mito, el mito es una creencia, un noble entusiasmo, no
necesita ser realidad, es un impulso y una esperanza, fe y coraje.
Nuestro mito es la nación, la gran nación, de la que queremos hacer una
realidad concreta». En el mismo discurso, llama al socialismo una
mitología inferior. Si la significación de este ejemplo es tan
importante, en términos de historia del pensamiento, es porque, en suelo
italiano, el entusiasmo nacional tenía una tradición constitucional
democrática y parlamentaria, y porque la unificación de Italia había
sido realizada según ideas democráticas.
La teoría del
mito es la expresión más poderosa de la considerable pérdida de
evidencia del racionalismo relativo del pensamiento parlamentario. El
hecho de que algunos autores anarquistas, por oposición a la autoridad y
a la unidad, hayan descubierto la irracionalidad de lo mítico no pudo
impedir que colaboraran con el fundamento de una nueva autoridad, de una
nueva comprensión del orden, de la disciplina y de la jerarquía. El
peligro ideal de esas irracionalidades es grande. Las homogeneidades
terminantes, que subsisten al menos en partes todavía, se disuelven en
el pluralismo de un número incalculable de mitos. En la teología
política, se trata de politeísmo, así como todo mito es politeísta.
Pero, en tanto tendencia actual ideal, no se lo puede ignorar. Es
posible que el optimismo parlamentario alimente la esperanza de
relativizar también ese movimiento y que, como en la Italia fascista,
esté listo para soportar todo esperando que se discuta nuevamente;
también que la propia discusión sea puesta en discusión, siempre que
esta dé lugar a discutir. Pero, después de tales agresiones contra sus
fundamentos, ¿no será suficiente que sólo pueda remitir al hecho de que
aún no existe Ersatz para él, es decir, de que no es capaz de oponer a las ideas antiparlamentarias más que su «parlamentarismo -qué más que eso»?
NOTAS.
[1]
Citado en la 4ª ed., Paris, 1919; 1ª ed., 1906, en «Le mouvement
socialiste». [N. de T. al fr.: Citaremos a partir de la edición de 1925,
con su “Alegato por Lenin”, Paris, Marcel Rivière. Ed. , idéntica paginación.]
[2] Theólogische politique, traducido del alemán al francés por Jean-Louis Schlegel, París. (Gallimard. 1988, pág. 59). | En español: Teología política. Buenos
Aires, Struhart, 1988. |[N. de T. al francés: Bajo la influencia
inequívoca de Augusto Comte, Proudhon toma a su cargo el combate contra
Dios. Bakunín lo prolongó con una ferocidad de escita.]
[3] Bakunin. Oeuvres, t. IX. París, 1910, pág. 128 (en la confrontación de 1872 con Marx), II, pág. 32, pág. 34 (el referéndum como nueva mentira).
[4] Fritz Brupbacher, Marx und Bakunín. Ein Beitrag zur Geschichte der internationals Arbeiterassoziation (sin fecha), pág. 74 y ss.
[5] Donoso Cortés, «Llega el día de las negaciones radicales o de las afirmaciones soberanas», Obras, IV, pág. 155 (en el ensayo sobre el catolicismo. el liberalismo y el socialismo).
[6] Materiaux d’ une théorie du proletariat, Paris, 1919, pág. 53.
[7]
No se puede transformar en objeción contra Sorel el hecho de que se
apoye en Bergson. Plantea una filosofía de vida concreta en base a sus
teorías políticas de la antipolítica, es decir, de lo antiintelectual, y
tal filosofía presenta en la vida concreta. como el hegelianismo,
numerosas y diversas vertientes. En Francia, la filosofía de Bergson
ayudó simultáneamente a un retorno a la tradición conservadora, al
catolicismo y a un anarquismo radical ateo. De ninguna manera esto es
señal de una falsedad intrínseca. Es un fenómeno que encuentra una
analogía interesante en la oposición entre hegelianos de derecha y de
izquierda. Podría decirse que una filosofía tiene una vida propia actual
cuando refuerza oposiciones vivas y reagrupa los adversarios en lucha
como enemigos vivientes. Desde este punto de vista, llama la atención
que únicamente algunos adversarios del parlamentarismo hayan encontrado
tal vivificación en la filosofía de Bergson. Opuestamente, el
liberalismo alemán de mediados del siglo xix utilizó corno moneda de
cambio el concepto de vida justamente en beneficio del sistema
constitucional parlamentario, y vio en el parlamento al portador
viviente de las oposiciones de la vida social.
[8]
Declaración de Trotski sobre la francmasonería en el IVo. Congreso
mundial de la IIIa. Internacional (1o de diciembre de 1922).
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