La hérida o nosotros lo epicúreos

sábado, 12 de octubre de 2013



LA HÉRIDA O NOSOTROS LOS EPICÚREOS
Por Lucrecio a través de Pascal Quignard.



Afrodita nació de la espuma de un sexo de hombre cercenado. O se la representa emergiendo de una ola, que de todos modos no es otra cosa que la espuma de ese mismo sexo arrojado al mar. Los antiguos griegos decían que lo que evacuaba el phallós semejaba la espuma del mar. Galeno, en De semine, describe el esperma como un líquido blanco (dealbalum), espeso (crassum), espumoso (spumosum), animado y cuyo olor se asemeja al que emana del saúco.

¿De qué coito nace Afrodita? Urano abraza a Gea. Cronos, emboscado detrás del seno de su madre, sosteniendo con la mano derecha la hoz curva (harpe), agarra con la mano izquierda los genitales de Urano, los corta y corta también el phallós, y luego lo tira todo por encima de su hombro, cuidando de no mirar hacia atrás (Hesíodo, Teogonía, 187). Gotas de sangre caen sobre la tierra: son las guerras y los conflictos. El sexo aún erecto cae al mar e inmediatamente surge Afrodita de las aguas.

Las secreciones de las mujeres son más abundantes (la sangre y la leche), pero parecen menos misteriosas que la eyaculación viril, activa, que sale del fascinus como una brusca fuente minúscula. El fondo indígena de la sexualidad romana es espermático: lacere amorem, iacere umorem. Amar o eyacular no se diferencian. Es la iaculatio, la iactantia viril. Es Anquises y Venus y la incapacidad de Anquises de guardar el secreto que le pidió Venus (iactantia). Es arrojar dentro del cuerpo el licor que brota de su cuerpo (iacere umorem in corpus de corpore ductum). Es derramar su semen sometiendo indiferentemente a lampiños (llamados «mejillas frescas» o «mejillas de manzana-melocotón») o mujeres. Es satisfacer con piedad obsesiva el crecimiento religioso del deseo que la belleza del otro ha acumulado en todo el cuerpo.

La naturaleza de las cosas, como la naturaleza del hombre, es un solo y mismo crecimiento. Physis en griego significa este brote, este crecer de todos los seres sublunares o celestes. Lucrecio, en el canto IV de De natura rerum, describe la subida, la invasión, el crecimiento del esperma en el cuerpo del hombre, el combate que de ello se deriva, la enfermedad (rabies, rabia, dice Lucrecio; pestes, peste, dice Catulo) que engendra:

«Cuando la edad adulta (adultum aetas) fortifica nuestros órganos, la simiente (semen) fermenta en nosotros. Para que brote la simiente humana del cuerpo humano, es preciso que otro cuerpo humano la solicite. Arrojada (eiectum) la simiente de su morada, sale, baja por todas las partes del cuerpo —miembros, venas, órganos—, las abandona y se concentra en las partes genitales del cuerpo (partís genitalis corporis). Enseguida aviva (tument) el sexo. Lo hincha de esperma. Nace entonces el deseo de la eyaculación (voluntas eiiceré), de arrojarla al cuerpo por el que sentimos un deseo espantoso (dirá cupido). Hombres heridos, nos caemos siempre del lado de nuestra herida (volnus). La sangre salpica en la dirección de donde partió el golpe y mancha al enemigo con su líquido rojo (ruber umor). Así, con los rasgos de Venus, sea quien fuere el asaltante, joven muchacho con miembros de mujer o mujer arqueada por el deseo, el hombre se dirige hacia quien lo ha herido. Arde por unirse a él (coire), por salpicar ese cuerpo con el licor que brota del suyo —deseo sin lenguaje (muta cupido) que prevé el placer (voluptaterrí)—. Así se define Venus para nosotros, los epicúreos. Esto es lo que designa la palabra amor (nomen amoris). Esta es la dulzura que Venus destila gota a gota en nuestros corazones antes de helarlos de angustia. Aquel a quien amamos, ¿está ausente? Su imagen está ahí, la tenemos delante. La dulzura de su nombre resuena obstinadamente en la cavidad de las orejas. Son simulacros de los que es preciso huir incansablemente. Alimentos del amor (pabula amoris) de los que es preciso abstenerse. Hay que volver el espíritu hacia otra parte y echar en un cuerpo cualquiera ese esperma acumulado en nosotros en vez de reservarlo para el único amor que nos posee y transformar en certeza la angustia y el dolor. Puesto que, alimentando la úlcera (ulcus), se aviva y se arraiga. Día tras día aumenta su locura (furor). Día tras día se incrementa el peso del malestar si no sabes sanar la herida original multiplicando las heridas, si no haces crecer con divagaciones la Venus callejera, errante (volgivaga), si no puedes ofrecer sustitutos a la pulsión (motus). Escapar al amor es lo contrario de privarse de gozar. Escapar al amor es acercarse a los frutos de Venus sin que te exijan un tributo. La voluptuosidad en aquellos que piensan fríamente es más grande y más pura que en las almas desdichadas, cuyo ardor, en el momento de la posesión, se debate en las aguas de la incertidumbre. Sus ojos, sus manos, su cuerpo no saben de qué gozar primero. Abrazan con tal fuerza ese cuerpo tan codiciado que lo hacen gritar. Los dientes imprimen su marca sobre los labios que aman. Como no es pura, su voluptuosidad es cruel y los incita a lastimar el cuerpo, sea cual sea, que ha despertado en ellos los gérmenes (germina) de esta rabia (rabies). Nadie apaga la llama con el incendio. La naturaleza se opone a ello. Es el único caso en que, cuanto más poseemos, más esa posesión abrasa nuestro corazón con un espantoso deseo (dirá cupidiné). Beber, comer, son deseos que se satisfacen y el cuerpo absorbe algo más que la imagen del agua o la imagen del pan. Pero el cuerpo no puede absorber nada de la belleza de un rostro o del esplendor de la piel. Nada: come simulacros, esperanzas extremadamente leves que se lleva el viento. Lo mismo le sucede al hombre a quien devora la sed en pleno sueño. En medio de su fuego no tiene agua a su disposición. Solo puede recurrir a imágenes de arroyos. En vano se empecina. Muere de sed en medio del torrente donde está bebiendo. También los amantes en el amor son juguetes de los simulacros de Venus. Sus cuerpos presienten la inminencia de la alegría (gandid). Es el instante elegido por Venus para fecundar el campo de la mujer. Hincan (adfiguní) ávidamente sus cuerpos. Mezclan sus salivas (iunguntsalivas). Con sus bocas no aspiran más que el aire de los labios contra los que aplastan sus dientes. En vano. De ese cuerpo no pueden arrancar parcela alguna. No pueden hundir todo su cuerpo en otro cuerpo. No pueden pasar enteramente al otro cuerpo (abire in corpus corpore totó). En algunos momentos podría pensarse que es eso lo que desean, con tal avidez ciñen a su alrededor las ataduras que los unen. Cuando por fin los nervios no pueden contener más el deseo que los tensa, cuando este deseo irrumpe (erupii), tienen un breve respiro. Por un instante se calma el ardor violento. Y luego vuelve la misma rabia (rabies), el mismo frenesí (furor). De nuevo buscan lo que esperan. De nuevo se preguntan qué es lo que desean. Extraviados y ciegos, se consumen, roídos por una herida invisible (volnere caeco).»

Pascal Quignard. El sexo y el espanto. Ed. Minúscula, Barcelona, 2005, pp. 62-65.

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